El tenis es el corazón de los domingos y si ponemos atención durante el desayuno podemos escuchar en las pistas del fondo polideportivo su tic-tac, o su pampam. En un lado de la red está la sístole, animosa y gritona, dando bríos al aburrimiento de las raquetas. Pero su contraria es la diástole y si sístole es palabra de pelo de punta, diástole nace cansada, como una respuesta obligatoria, una inflexión entre la existencia y su contrario, que no sabemos qué demonios es. La sístole se desanima cuando ve venir la respuesta de su melliza, un golpe lacio que pasa de mala gana la red y ese es el tiempo propicio para depresiones, decaimientos, amarguras filosóficas. Pero hay que actuar deprisa, la bola amarilla, que es la vida en este cuento, no puede detenerse y esperar, quiere a todos los pasajeros subidos al momento para el trayecto de vuelta, y la sístole se recupera y lanza una vez más su mensaje optimista al otro lado de la red. Y en esto consiste el ser, hala, en vivir y, a la vez, en no querer hacerlo, en esa mezcla oriental, o japonesa o americana del blanco llin y el negro llan, separados por un flequillo rockero y llevando cada uno en su lado de la red una pequeña bola de tenis, o tal vez no son bolas sino puntos, los dos puntos de nuestra ortografía que necesitamos para
detenernos un segundo, para coger aire y empezar de nuevo este escrito fallido, que ha empezado hablando de tenis y ha terminado en la chinamandarina.